domingo, 16 de enero de 2011

Emilia Pardo Bazan

   

La ganadera
No podía el cura de Penalouca dormir tranquilo; le atormentaba no saber si cumplía su
misión de párroco y de cristiano, de procurar la salvación de sus ovejas.
Ni tampoco podría decir el señor abad si sus ovejas eran realmente tales ovejas o cabras
desmandadas y hediondas. Y, reflexionando sobre el caso, inclinábase a creer que fuesen
cabras una parte del año y ovejas la restante.
En efecto, los feligreses del señor abad no le daban qué sentir sino en la época de las
marcas vivas y los temporales recios; los meses de invierno duro y de huracanado otoño.
Porque ha de saberse que Penalouca, está colgado, a manera de nidal de gaviota, sobre unos
arrecifes bravíos que el Cantábrico arrulla unas veces y otras parece quererse tragar, y bajo
la línea dentellada y escueta de esos arrecifes costeros se esconde, pérfida y hambrienta de
vidas humanas, la restinga más peligrosa de cuantas en aquel litoral temen los navegantes.
En los bajíos de la Agonía -este es su siniestro nombre- venían cada invernada a estrellarse
embarcaciones, y la playa del Socorro -ironía llamarla así- se cubría de tristes despojos, de
cadáveres y de tablas rotas, y entonces, ¡ah!, entonces era cuando el párroco perdía de vista 71
aquel inofensivo, sencillote rebaño de ovejuelas mansas que en tanto tiempo no le causaba
la menor desazón (porque en Penalouca no se jugaba, los matrimonios
vivían en santa paz, los hijos obedecían a sus padres ciegamente, no se conocían borrachos
de profesión y hasta no existían rencores ni venganzas, ni palos a la terminación de las
fiestas y  romerías). El rebaño se había perdido, el rebaño no pacía ya en el prado de su
pastor celoso..., y este veía a su alrededor un tropel de cabras descarriadas o  -mejor aúnuna manada de lobos feroces, rabiosos y devorantes.
  Cada noche, cuando mugía el viento, lanzaba la resaca su honda y fúnebre queja y las olas
desatadas batían los escollos, rompiendo en ellos su franja colérica de espuma; los aldeanos
de Penalouca salían de sus casas provistos de faroles, cestones, bicheros y pértigas.
¡Aquellos farolillos! El abad los comparaba a los encendidos ojos de los lobos que rondan
buscando presa. Aquellos faroles eran el cebo que había de atraer a la cosa fatal a los
navegantes extraviados por el temporal o la cerrazón, a pique de naufragio o náufragos ya,
cuando tal vez no les quedaba otra esperanza que el esquife, con el cual intentaban ganar la
costa... Llamados por las sirenas de la muerte a la playa fatal, apenas llegaban a la tierra,
caía sobre ellos la muchedumbre aullante, el enjambre de negros demonios,  armados de
estacas, piedras, azadas y hoces... Esto se conocía por "ir a la ganadera". Y el cura, en sus
noches de insomnio y agitación de la conciencia, veía la escena horrible: los míseros
náufragos, asaltados por la turba, heridos, asesinados, saqueados, vueltos a arrojar,
desnudos, al mar rugiente, mientras los lobos se retiran a repartir su botín en sus cubiles...
  Los días siguientes al naufragio, todos los pecados que el resto del año no conocían las
ovejas, se desataban entre la manada de lobos, harta de presa y de sangre. Quimeras y
puñaladas por desigualdades en el reparto; borracheras frenéticas al apurar el contenido de
las barricas arrojadas por las olas; después de la embriaguez, otro género de desmanes; en
suma, la pacífica aldea convertida en cueva de bandidos..., hasta que los temores
amainaban, el viento se recogía a sus antros profundos, el mar se calmaba como una leona
que ha devorado su ración, y los hombres, mujeres y chiquillería de Penalouca volvían a ser
el manso rebañito que en Pascua florida corría al templo a darse golpes de pecho y a recitar
de buena fe sus oraciones, mientras enviaba al señor cura, como presente pascual, cestones
de huevos y gallinas, inofensivos quesos y cuajadas...72
  -No es posible sufrir esto más tiempo  -decidió el abad-. Hoy mismo me explico con el
alcalde.
El alcalde era la persona influyente, el cacique; él vendía allá, en la capital, los frutos de la
ganadera, y estaba, según fama, achinado de dinero. Al oír al párroco, el alcalde se santiguó
de asombro.  ¿Renunciar a la ganadera? ¡Pues si era lo que desde toda la vida, padres,
abuelos, bisabuelos, venían haciendo los de Penalouca para no morirse de necesidad!
¿Bastaba la pobre labor de la tierra para mantenerlos? Bien sabía el señor abad que no. Ni
aún pan había en la aldea, a no ser por la ganadera; claro, con el fruto de la ganadera se
había construido la Casa de Ayuntamiento; se había reparado la iglesia, que se caía ruinosa;
se habían redimido del sorteo los mozos, los brazos útiles; se había construido el
cementerio. No era posible ir contra una costumbre tan antigua y tan necesaria, y ninguno
de los abades anteriores habían ni pensado en ello, y Penalouca era Penalouca, gracias a la
ganadera...
  -¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer?
Y el cura, al escuchar el fragor de los cordonazos, las tempestades de otoño que vienen
con los dos frailes, sintió que aquel conflicto ya dominaba su alma, que se volvía loco si
tuviese que arrostrar ante Él, que nos ve, la responsabilidad de haber consentido, inerte,
silencioso, tantas maldades...
Cierta espantosa noche de noviembre, el párroco se dio cuenta de que debía de haber
naufragio... Idas y venidas misteriosas en la aldea, sordos ruidos que salían de las casas,
sombras que se deslizaban rasando las paredes, alguna exclamación de mujer, alguna voz
argentina de niño... Penalouca iba a su crimen tutelar; Penalouca ya era la manada de lobos,
con dientes agudos y fauces ardientes, hambrientas... El párroco se alzó de la cama
temblando, se puso aprisa un abrigo y una bufanda, descolgó el Crucifijo de su cabecera y
echó a correr camino de la playa del Socorro.
  Cuando desembocó en ella, el cuadro se le ofreció en su plenitud. La mar, tremendamente
embravecida, acababa de arrojar náufragos, sobre los cuales se encarnizaba, con guturales
gritos de triunfo, la chusma.
Al uno, después de romperle la cabeza de un garrotazo, le habían despojado de un
cinturón relleno de oro; al otro, le desnudaban, y con una mujer, joven aún, viva, 73
implorante, se disponían a hacer lo mismo. Arrodillada, lívida, la mujer pedía por Dios
compasión...
   El párroco alzó el Crucifijo y se lanzó entre las fieras.
-¡Atrás! ¡Aquí está Dios!  -gritó enarbolando la escultura-. ¡Dejen a esa mujer! ¡El que se
mueva está condenado!
Los aldeanos retrocedieron; un momento les subyugó la voz de su párroco, y les impuso el
gran Cristo cubierto de heridas, semejante al náufrago que yacía allí, desnudo, y
ensangrentado también. Pero el alcalde, vigilante, empedernido, fue el primero que desvió
al cura, blandiendo el garrote, profiriendo imprecaciones... Y la multitud siguió el impulso
y se defendió, ciega, en la confusión del instinto, en la furia del desenfreno pasional...
Pocos días después salió a la orilla, con los de los náufragos, el cuerpo del párroco, que
presentaba varias heridas. También él había ido a la ganadera.

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