La última burla del pirata Soto
Esta semana se han cumplido 180 años de la ejecución en Gibraltar de Benito Soto Aboal, el gallego más legendario de la historia de la piratería
Su ejecución, el 25 de enero de 1830, resultó especialmente cruel. Cuenta el investigador y escritor gaditano Jesús Borrego que “una vez colgado (de la horca) tuvieron que ahondar con palas el suelo para que sus pies quedaran suspendidos en el aire, por lo que tuvo una agonía lenta”. También abunda en detalles de los últimos momentos de la vida del pirata Soto otro historiador, Carlos Canales Torres: “El verdugo colocó la cuerda demasiado alta, pero Soto le ayudó subiéndose al ataúd para meter bien la cabeza en el lazo y, tras gritar al público ¡Adiós a todos, la función ha terminado! saltó al vacío, pero los pies tocaban el suelo y no acabó de ahogarse —para satisfacción del público— hasta que el verdugo, con una pala, quitó algo de tierra bajo sus pies y el pirata finalmente murió”. El comentario atribuido a Aboal seguramente fue el que sirvió a Arturo Pérez Reverte para escribir unas desafortunadas líneas al respecto: “Como buen gallego, se dejó ahorcar sin aspavientos. Arrepentido, resignado y un poco chulito”.
La sentencia de muerte de Benito Aboal fue dictada por un tribunal inglés porque a manos británicas fue cedido por expresa voluntad del rey Fernando VII quien, sin embargo, se encargó de que la mayoría de la tripulación del bergantín Defensor de Pedro fuese juzgada y sentenciada a muerte por una magistratura militar española. En la opinión de Jesús Borrego, en realidad aquellos piratas no habían hecho daño a España, pero para Fernando VII, la ciudad de Cádiz era especialmente aborrecible por ser cuna de los liberales; el monarca entendió que la mejor forma de infundir el terror entre sus habitantes y salvaguardar su patético reinado era reunir a los condenados y proceder a su ahorcamiento en público, ante las Puertas de Tierra, y en dos jornadas consecutivas, las del 12 y el 13 de enero de 1830. No satisfecho con ello, el rey ordenó descuartizar los cadáveres y exhibir sus cabezas durante varios días en distintos lugares de la ciudad…
¿Qué es lo que había conducido a Benito Soto Aboal al camino de la piratería? ¿Qué parte de verdad hay en la existencia de la Burla Negra? ¿Por qué su fama, incluso hoy en día, rivaliza con la de los más legendarios piratas, desde Drake a Morgan pasando por Barbanegra?
Además de los anteriormente citados, otros narradores e historiadores han pretendido ahondar en la trayectoria del pirata Soto, si bien la ausencia de datos ciertos les ha obligado a novelar y, por lo tanto, caer en las garras de la ficción o, lo que es lo mismo, de la leyenda. En Galicia, José María Castroviejo con La burla negra (relato en el que curiosamente el protagonista no es Soto, sino otro de los miembros de la tripulación, llamado Víctor Saint Cyr Barbazán) y Jorge Parada, con O pirata da Moureira, sucumbieron también rendidos en su día al poder de atracción de un personaje al que, si en algo coinciden casi todos sus investigadores, es en atribuirle un cuasi satánico gusto por la crueldad propio de un auténtico canalla sin escrúpulos. Tan sólo Canales Torres, sin desmentir enteramente a sus colegas, matiza que no todas las sanguinarias matanzas de las que se le culpa fueron de exclusiva responsabilidad suya.
Entre sus “admiradores”, que los hay, figura el poeta José Espronceda, del que se dice que compuso el célebre poema Canción del pirata en memoria y homenaje al forajido pontevedrés.
Canales Torres divide en tres partes la vida de Benito Soto Aboal; tres estapas de las cuales una todavía se mantiene bajo un oscuro manto de interrogantes que tal vez el transcurso de los años irá despejando progresivamente. Nacido el 22 de marzo de 1805 en el, por excelencia, barrio marinero de la ciudad de Pontevedra —el mismo donde vieron la luz ilustres marinos como los hermanos Nodal, Sarmiento de Gamboa o Paio Gómez Chariño—, Benito era el séptimo hijo de una familia de catorce, cuatro hijos de Manuela Aboal, y los ocho siguientes de Lorenza Aboal, sobrina de la anterior, con quien se había casado Francisco Soto, su padre, al enviudar. Así lo relata Carlos Canales Torres, quien añade: “…nació pues en una familia numerosa y en un entorno de pobreza, y fue su padre quien le enseñó navegar por la peligrosa costa gallega. Dedicado a la pesca de la sardina o la merluza, nunca desdeñó el contrabando si había posibilidad….”. Una enfermedad, la viruela, en aquel entonces casi mortal de necesidad, estuvo a punto de costarle la vida; felizmente para él, se repuso y sólo le dejó como secuela unas marcas en la cara que se incorporaron para el resto de sus días a sus señas físicas de identidad. Jamás aprendió a leer, pero se convirtió en un espabilado contrabandista al que, a los dieciocho años, semejaron quedarle estrechas para sus vuelos las aguas de la costa gallega. Embarcado rumbo a Cuba, en ese momento se pierde la vista de sus andanzas hasta su reaparición a bordo del Defensor de Pedro. “A partir de entonces —reconoce Canales— hay dos versiones de la vida de Benito Soto: en la primera la de que se trató siempre de un honrado marinero que por la necesidad y las circunstancias acabó combatiendo a corsarios enemigos, y, en la segunda, que directamente actuó en barcos corsarios españoles contra buques de las repúblicas americanas.
En cualquier caso, se da por seguro que navegó en buques negreros y tuvo más de un enfrentamiento armado, lo que le otorgó una notable experiencia en combates en el mar”.
El hecho es que, a finales de 1827, Benito Soto (recuerden, con sólo 23 años) figura ya como segundo contramaestre del Defensor de Pedro, un bergantín de bandera brasileña con destino a África autorizado para “andar en corso contra la República de Buenos Aires y emplearse igualmente en mercancía donde le convenga y lícito fuese”. En términos pedestres diremos que este buque tenía “patente de corso” para ejercer la piratería contra toda aquella embarcación que se considerase enemiga del gobierno que lo había contratado. Por otra parte, a ningún lector avispado le habrá pasado desaparecibido que el destino del bergantín, África, delataba su condición de buque negrero y su misión esencial: embarcar esclavos para trasladarlos al Nuevo Continente.
El Defensor de Pedro, refiere Jesús Borrego, llevaba a bordo “un cargamento de rifles, sables, pólvora, aguardiente y algún dinero para la compra de esclavos” pero, el 3 de enero de 1828, fondea en el cabo de San Pablo, lugar próximo al destino donde se iba a efectuar el “trueque”, y el capitán, Pedro Mariz de Sousa Sarmento, y algunos miembros de confianza de su tripulación, abandonan el buque intuyendo que, a bordo, se estaba gestando un motín. Asume la responsabilidad del mando el teniente de la Armada portuguesa, Antonio Rodrigues, quien el 26 de febrero se enfrenta a una rebelión encabezada por Benito Soto: la lucha acaba con la expulsión de los tripulantes considerados no válidos y, al grito de “¡abajo los portugueses!”, Soto encierra primero y ordena asesinar después a su principal cómplice y, a la par, rival en la revuelta —curiosamente otro gallego, el ferrolano Miguel Ferreiro— tomando de facto y de manera unipersonal el poder a abordo.
¿Por qué se rebeló Soto? En opinión de Carlos Canales, porque ese era su plan desde el instante en que se enroló en el bergantín; en realidad, lo que hizo la huida de Sousa Sarmento fue adelantar sus planes, porque lo que en principio quería el pontevedrés era hacerse con el mando después de que el barco estuviese cargado de esclavos, y no antes, como así sucedió. A partir de esos sucesos, podemos considerar que el Defensor de Pedro ya no era un buque con patente de corso, sino un barco pirata que navegaba bajo ninguna patria y bajo ningún dios como no fuesen la codicia de sus marineros y las órdenes del de A Moureira.
Algunos investigadores sostienen que, desde el momento en que Soto tomó el mando, el Defensor de Pedro pasó a denominarse La Burla Negra y a enarbolar la bandera pirata (calavera cruzada por dos tibias) pero la historia prueba que el asunto no fue tan romántico. Todo parece indicar que el Defensor nunca cambió de nombre y que lo de La Burla Negra se debió a una confusión de la prensa inglesa que “se hizo un lío”. Por lo que a la bandera pirata atañe, también eso resulta incierto y difícil de creer. Más factible es la tesis de Canales, que ilustra su biografía de Soto con las sucesivas banderas que ondearon en su mástil, desde la primera, la del Imperio de Brasil, hasta la última, la de Francia; entremedias, y según conviniese, utilizaron las de la Royal Navy (para acercarse a la Morning Star), la de las Provincias Unidas del Río de la Plata (buen disfraz para abordar a los corsarios argentinos) y la francesa (subida al mástil con ocasión del ataque al Topaz). La trayectoria del (nuevo) Defensor de Pedro desde su escala africana hasta el fin de su odisea oceánica en la bahía de Cádiz parece extraída de una película de piratas. Tal y como reflejamos en al gráfico, a su paso fueron abordados la Morning Star (a quien el escritor gallego Xosé Miranda dedica una novela del mismo título), la Topaz, el Unicorne (que logró escapar), el Cessnock, la Ermelinda y el New Prospect, y en casi todos los casos se trató de unos asaltos en verdad sanguinarios y que hablan muy poco bien de cómo se las gastaba Benito Soto en alta mar.
El asalto a la Morning Star devino en toda una masacre. Al no querer que hubiese testigos de su fechoría y después de matar a los tripulantes que aún resistían, Soto ordenó que se hundiese la fragata inglesa y se eliminase a todo su pasaje. Tras emborrachar a los hombres, los encerraron en la bodega mientras, a los niños, los sacaron del bote salvavidas y los dejaron con las mujeres en la cámara. Luego, se abrieron dos agujeros en el casco y el buque empezó a hundirse lentamente… “Con la fragata inglesa hundiéndose a lo lejos, el Defensor de Pedro largó velas y se perdió en la noche ecuatorial…”
No corrieron mejor suerte los veintidós tripulantes de la fragata norteamericana Topaz, pasada por las armas, un golpe que le proporcionó a Soto el que probablemente fuese su mayor botín en “joyas, piedras preciosas, relojes de oro, sedas de China y la India, y monedas”. Con aquel tesoro en sus bodegas, el pirata da Moureira comunicó a sus hombres que ya era hora de volver a a casa, poniendo al Defensor proa a Galicia. Los acontecimientos, no obstante, no transcurrirían tan plácidamente como preveía el pontevedrés porque, a la altura de las Azores, la tripulación pirata se desgajó en dos bandos. De nuevo, fueron los partidarios de Soto los que se impusieron, asesinando al presunto cabecilla de los sublevados, un tal Carbalho. (Luego se demostró que el verdadero líder de aquella rebelión había sido el portugués Domingo Antonio, que consiguió fugarse).
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